Era 1981 cuando Margaret Thatcher proclamaba, desde su pulsión más neoliberal, aquello de que “la economía es el método, pero el objetivo es cambiar el corazón y el alma”.
Dos años antes, Herbert Marcuse había escrito algo parecido, pero con una intención muy diferente. Más o menos decía que si se quiere “un cambio radical” no solo hay que modificar las estructuras, las instituciones y las leyes de una sociedad, también hay que dotar a esa sociedad de conciencia colectiva. “El objetivo del cambio radical hoy es el surgimiento de seres humanos que sean física y mentalmente incapaces de inventar otro Auschwitz”. Era 1979 y tan solo hay que mirar a Gaza para entender que el utópico, pero no imposible, “cambio radical” de Marcuse aún queda lejos. Los hombres siguen inventando auschwitzs.