El otro día fui a comprar el pan por la tarde y del que suelo llevarme, el de centeno, ya no quedaba. Asumí que tendría que volver al día siguiente y me despedí con cordialidad. Pero cuando estaba con un pie en la calle, alguien me gritó desde el mostrador y no, no era un “vuelva usted mañana”, era un “espera, Raquel, hay uno para ti”.
Ese “uno” era el que se había guardado una de las empleadas para llevárselo a casa y, claro, me negué rotundamente a que me lo cediera. Pero ella no consintió, con una determinación incontestable me obligó a agarrar la bolsa y con una sonrisa más integral que el centeno, me dijo que a ella le gustaban todos, que se llevaría otro, que sería por panes, que como no me lo llevara se enfadaba y no me hablaba más, total, que me acojoné, pagué y la hogaza se vino conmigo.