En su libro Esperando a los bárbaros, el escritor sudafricano J.M. Coetzee describe un Imperio que, ante rumores de invasión por parte de las poblaciones autóctonas del otro lado de la frontera, enloquece. Su locura pasa por responder de forma desproporcionada, porque de hecho los bárbaros nunca llegan. Pasa también por el ejercicio sistemático de la violencia, justificado por un discurso maniqueísta entre buenos y malos que niega al otro cualquier tinte de humanidad.
La frontera europea no está lejos de ese Imperio descrito por Coetzee. En estas fronteras exteriores hemos presenciado (y documentado) muertes por omisión de las guardias costeras y muertes por acción de las fuerzas policiales. Mueren más personas en nuestras fronteras exteriores que en la guerra de Ucrania. También asistimos diariamente a devoluciones en caliente, antes aprovechando la oscuridad de la noche y con los rostros cubiertos, desde hace unos años también en plena luz del día y con los medios de comunicación delante. Los Estados parecen haber perdido el pudor: sus prácticas ilegales en frontera se han convertido en normalidad, tal es su sentido de impunidad.